¡Entonces me enamoré! Ella era una viuda somalí inteligente,
ingeniosa, encantadora y joven, con dos hijos jóvenes y guapos. Su inglés era
muy limitado, y mi somalí era inexistente, pero podíamos comunicarnos
fácilmente en swahili. Hablamos de matrimonio, pero había algunos problemas
prácticos.
Yo sabía que no podía quedarme mucho más tiempo en la
Universidad de Nairobi; ellos estaban tratando de africanizarla lo más rápido
posible, y para ellos yo solo era otro extranjero blanco. Antes de hacerme más
viejo, necesitaba un trabajo nuevo, posiblemente una carrera nueva, quizás con
el Departamento de Estado o con una agencia sin ánimo de lucro. Desde el punto
de vista de ella, el obstáculo era simplemente que yo no era musulmán. Yo pensé
erróneamente que cualquier musulmana podía casarse con alguien de la Gente del
Libro, pero ella me corrigió prontamente: los hombres pueden hacerlo, las
mujeres no.
Ella me hablaba sobre el Islam, y yo había aprendido algunas
cosas de mis colegas y otras personas. Yo ya creía en Dios el Uno, Quien fue el
Creador del universo y de todo en él. También creía ya en los conceptos
islámicos de tawhid y shirk y sabía acerca de la falacia de creer en cosas como
la astrología o la quiromancia. Durante mucho tiempo, había creído que Jesús
era uno de los profetas, y creía que Muhammad – la paz y las bendiciones de
Allah sean con él - fue un Profeta y un Mensajero, y había dejado de ser
relevante para mí el que Muhammad no fuera un profeta judío.
Había dejado de comer cerdo, no jugaba (juegos de azar) y
muy rara vez bebía cualquier cosa más de una copa ocasional de vino en una cena
gourmet. Desde mis días en los Cuerpos de Paz, ya me sentía más cómodo con las
nociones africana e islámica de modestia, crianza de los hijos, etc., que con
la “revolución sexual”, los “ismos” y el fenómeno de las familias desintegradas
que surgieron en las décadas de 1970 y 1980 en los Estados Unidos. No parecía
haber mucho que pudiera evitar que me hiciera musulmán. Estaba tan cerca en
1983, pero entonces, ¿cuál era el problema?
De hecho, había dos. Primero, estaba el asunto de mi
identidad y mi herencia. Me imagino que para un cristiano no debe ser tan
traumático cambiar de una religión a otra. Si un católico alemán se vuelve
luterano, o incluso judío o musulmán, sigue siendo alemán. Es cierto que yo me sentía
estadounidense primero y judío después —nunca pude considerarme ruso—. Pero en
Estados Unidos, nación de inmigrantes, incluso los más aculturados le dan
alguna importancia a los orígenes nacionales o étnicos de sus familias. A pesar
de que no quería lidiar con los judíos como judíos ni como comunidad, me
resistía a perder esa identidad.
El segundo obstáculo era mi familia. Si bien no eran
ortodoxos, la mayoría eran muy tradicionales y todos eran pro Israel, algunos
eran sionistas ávidos y muchos consideraban a los árabes como enemigos, y yo
pensaba que seguramente consideraban a los musulmanes como enemigos. Temía que
me iban a repudiar como loco o incluso traidor. Lo peor para mí, pues seguía
amándolos, era que saldrían heridos.
Primero lo primero: dejé ese problema en el aire y cuando mi
contrato expiró, no lo renové sino que regresé a los Estados Unidos con la
esperanza de encontrar otro trabajo, preferiblemente de regreso en África
Oriental. Fue terriblemente difícil. No tenía casa, ni ingresos, ni siquiera un
traje para las entrevistas. Invertí en un traje de lana, tres corbatas y un
abrigo de invierno —fue mi primer invierno en 20 años—, conseguí algunos libros
sobre cómo escribir una hoja de vida y un formato SF171, y me quedé con un
amigo en Washington, intentando en todas las agencias gubernamentales,
consultando firmas y organizaciones privadas de voluntariado que tuvieran algo
que ver con África, hasta que se me acabó el dinero. Tuve que regresar a Boston
y quedarme con mi hermana, donde tenía comida y refugio, pero estaba lejos de
los puestos de trabajo. Además, yo estaba pasando por un caso grave de choque
cultural. Así que ahí estaba: quebrado, en invierno, con un choque cultural en
medio de mi crisis de la adultez, enamorado y tomando antidepresivos.
Ahora puedo bromear al respecto, pero el dolor y el temor en
esos días eran intolerables. Por primera vez en mi vida adulta, comencé a
rezar. Recé duro y con frecuencia. Me prometí que, si podía regresar a África y
casarme con mi amada, declararía mi sumisión a Allah y me haría musulmán.
Conseguí un trabajo temporal realmente horrible en un
almacén, que al menos me daba para la comida, los pasajes de bus y el lavado de
la ropa, y luego uno mejor pero vergonzoso como recepcionista en una oficina de
consejería de una universidad local. Pude ver que los cuatro psicólogos yuppie
me veían como un perdedor de 42 años de edad, y yo estaba bastante de acuerdo
con ellos. Por vergüenza, no dije nada sobre mí, pero cuando el teléfono paraba
de sonar con estudiantes en pánico a mitad de semestre, estaba leyendo los
clasificados de trabajos y escribiendo cartas de aplicación. Encontré que una
agencia gubernamental estaba contratando profesores de inglés para Egipto
—suficientemente cerca— y apliqué de inmediato. Una semana después, otra
agencia a la que había aplicado hacía seis meses, me invitó al D. C. para una
entrevista.
En cuanto llegué a Washington llamé para el trabajo de
profesor de inglés para ver si podía obtener una entrevista, ¡pero ya no
quedaban vacantes! A pesar de ello, pedí una reunión con ellos, solo en caso de
que surgiera algo después. Obtuve la entrevista, y fue entonces cuando me
dijeron: “A propósito, pronto tendremos abierta una vacante, pero es en
Somalia”.
“¡Somalia!”, prácticamente grité, “¡es fantástico!”
“¿Lo es?”, me preguntó ella con incredulidad.
“Claro, me encantaría ir allá. Ya estoy familiarizado con la
cultura y la religión”, dije muy fuerte, pero pensando para mí que solo había
una hora de Mogadishu a Nairobi, y que podría reunirme con mis futuros
parientes políticos. Le di mis referencias, las que ella conocía personalmente.
Ella dijo que los llamaría y que en lo que a ella concernía si me interesaba el
trabajo, probablemente lo tendría.
Terminé mis entrevistas en la otra agencia. Ellos incluso me
mostraron el cubículo en la oficina sin ventanas donde probablemente
trabajaría, y regresé a Boston, eufórico. Podría tener una posibilidad, gracias
a Dios. ¡Pero qué posibilidad era!: un contrato renovable a un año, en una
oficina caliente y polvorienta —pero africana— cerca al Océano Índico, o una
carrera en un trabajo de servicio civil con un plan de retiro en una oficina
sin ventanas en Virginia del Norte.
Dos semanas después, ella me llamó para ofrecerme el trabajo
de director del programa de inglés en Mogadishu diciéndome que tenía 48 horas
para pensarlo. Todos me decían que la opción era obvia, tenía que aceptar el
trabajo con pensión en Washington, de otro modo estaría de nuevo en el punto de
partida en uno o dos años. Sostuve que yo era un africanista, y que la
experiencia me ayudaría, y haría buenos contactos. Acepté el trabajo y comencé
a hacer mis preparativos. Un par de semanas después, la otra agencia me envió
una nota breve, sin explicaciones, informándome que no tendría el trabajo sin
ventanas.
Alhamdulillah, hubiera podido terminar fácilmente sin
ninguno de los dos trabajos, pero Allah me guio hacia la decisión correcta.
Ahora tenía empleo y probablemente me casaría. Di mi aviso de renuncia en la
universidad, y en mi último día escribí una carta a los psicólogos
informándoles que me iba para aceptar un cargo de director de proyecto en la
Embajada de los Estados Unidos en Somalia, firmado: M. Mould, Ph. D.
Por supuesto, tuve que parar en Nairobi durante algunos días
en mi viaje a Mogadishu, donde tuve un rencuentro emotivo con la hermana
somalí. Traté de hacer algunos planes futuros, pero el problema era que había
sido contratado como soltero, lo que significaba que no tenía beneficios para
familia ni alojamiento. Además de esto, no tenía idea de cómo sería Somalia o
mi trabajo ni cuánto tiempo estaría allí. Creía que podría visitarla a menudo,
y siempre estaba el teléfono. También, ella podría venir a visitar a su
familia, a la que no veía desde su infancia.
El trabajo era interesante, poco de enseñanza,
principalmente administración y gestión, y tratar con los funcionarios de la
embajada. La mayoría de mis estudiantes eran empleados oficiales de alto rango,
y algunos de ellos se hicieron buenos amigos míos. Fuera del trabajo, la
historia era muy distinta. La cultura y la atmósfera en la Somalia urbana eran
más medio orientales que africanas. Durante mis siete años en Uganda y Kenia,
aprendí los idiomas y la gente fue abierta y amigable, y nunca tuve problemas
ajustándome o adaptándome, siempre me sentí como en casa. Mogadishu me provocó
un choque cultural. No conocía el idioma, nadie sabía swahili, y los somalíes
educados sabían italiano, no inglés. Todas las señales y letreros estaban en
somalí. Lo peor eran las comunicaciones. Las líneas telefónicas permanecían
atestadas, la oficina postal sofocaba de calor, y el único servicio que era
eficiente era el telégrafo. El correo no era nada fiable, excepto la bolsa
diplomática. A veces, era casi imposible ponerme en contacto con Nairobi.
No me malentiendan.
Yo era muy feliz allí, disfrutando los paisajes y los olores, la comida
italiana y somalí, mi vista del océano, que estaba a poca distancia de mi casa
y mi oficina, y descubriendo una cultura nueva. Vivía en el centro, en una de
las secciones más viejas, detrás de la embajada italiana, y era despertado
temprano en las mañanas por un adhan hermoso desde el altavoz de una mezquita
cercana. Trabajaba con calendario musulmán: de domingo a jueves, de 7 a 3. Los
viernes caminaba por ahí, y a menudo me encontraba fuera de una pequeña
mezquita detrás de la embajada estadounidense, y mientras la mirra y el
incienso salían de las puertas en los callejones, me detenía y escuchaba los
sonidos del Yumuah.
Tomado de: www.islamreligion.com
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